En los márgenes del tianguis


Por Azacán



 Aquel día soleado me quedé hasta tarde en el tianguis. El calor y el kilómetro de camino a casa me disuadían de quitar el trapo que hacía de sombra y emprender el regreso.

Cuando ya era poca la gente que se paseaba entre los puestos, apareció un hombre de aspecto lastimoso. Mediana estatura, delgado y de andar vacilante. Tatuajes antiguos de color verde sucio. Alhajas de metal corriente y manchado (una esclava, anillos, una cadena gruesa en el cuello). Rostro poblado de cicatrices; vestimenta humilde, mirada turbia.

Traía al hombro un costal de mercancía de la que es habitual en la parte del tianguis en que nos encontrábamos: zapatos viejos, partes de juguetes, aparatos destartalados. Despojos de contenedor. Ocupó, frente a mi, el espacio que otro vendedor ya había dejado y se sentó al sol en espera de la clientela. Desde lejos adiviné en su mirada una desesperada necesidad de hablar.

Al mismo tiempo y a mis espaldas, se hizo una encontradera. La “encontradera” es un lugar de cosas sin dueño, de objetos listos para pertenecer al primero que los reclame. Nuestra América recién “descubierta”, por poner un ejemplo, fue una encontradera para los españoles. Gentes menos necesitadas que nosotros podrían tildar aquella mercancía de “basura”, pero aquí, una encontradera, solo deviene en basurero tras la ardua inspección de los pepenadores más capaces de adivinar utilidad en cualquier objeto.

Al final de los días de tianguis, estos cúmulos del abandono brotan como por arte de magia. Son producto de la pérdida de la esperanza. Un vendedor que, tras cargar por muchos días un objeto termina perdiendo la fe en que algún comprador le encuentre utilidad, lo tira en la orilla del tianguis. Esta acción de derrota, repetida varias veces por distintos vendedores, termina formando una encontradera. Entonces otros, más optimistas, se apropian de aquellos objetos cargándolos nuevamente de esperanza.

De reojo pude ver a una mujer arrojar algunas prendas de vestir a la encontradera. Mi atención quedó cautivada por una sudadera que claramente correspondía a mi talla. A la carrera me paré y fui a recogerla. De lejos, y con cierto rencor, la mujer me indicó: “está muy buena; ojalá le sirva”. Le agradecí.

De regreso a mi puesto, me encontré de frente con aquél hombre. Irremediablemente nos saludamos.

—A ver qué me encuentro yo —dijo.

—Yo ya me cuajé con ésta —respondí mostrando mi sudadera nueva.

Se encuclilló a examinar algunas prendas de niño. De repente, tomando un zapato de mujer dijo:

—A ver si sale el otro, para cambiárselo a doña Lula por un cachuchazo.

Y yo, haciendo gala de mi natural indiscreción, respondí:

—¿Quién es doña Lula?

—Es mi vecina. Las quiere conmigo la ruca, pero yo me apendejé.

—¿Cómo?

—Pos sí, me las quiere aflojar. Y está buena la doña, pero a mí se me ha dormido. Me habla muy bien; es muy amable conmigo. Ella es sola, como yo. Y está guapa la doña. Fíjate Güero; hace como dos años se me ocurrió regalarle un par de zapatos. Así nomás; salieron y se me hicieron como pa´ ella. Pos que se agarra llorando la doñita. Me dijo que nunca le habían regalado algo; ni su viejo, cuando tenía, ni sus hijos. Desde entonces me trata muy bien.

—Chales.

—Y estos me gustan para ella, porque están así, como para un pie delgadito. Porque ella es delgada. Está muy bien conservada. Eso que le ha ido muy mal. A ver si ora sí se me hace. ¿Eres de aquí Güero?

—Sí.

—Yo soy de León.

—¿De León? Yo viví un tiempo allá. Está mejor aquí ¿no?

—No. Yo creo que está mejor allá. Siempre quiero regresarme. Allá por lo menos uno tiene trabajo. Me vine para acá hace unos diez años. Acá me casé. Como hacía muchas pendejadas cuando andaba drogo mi vieja se fue. Se llevó a mis hijos. A veces los veo... Es que me drogaba un chingo... Ya no me drogo.

Era claro. El síndrome de abstinencia estaba como estacionado en su carne. El ansia de todo se dejaba ver en cada uno de sus movimientos. Poseía los ojos más anhelantes que he visto.

Se levantó con un buen botín de nuevas mercancías y regresó a su tendido.

—¿Vives por aquí? —le pregunté.

—Vivo allá en el Morelos. Rento por allá. Yo solo. Está culero estar solo. Me la paso pensando, pensando, pensando. De repente me da miedo de tantas cosas que pienso. Siento que vienen por mí. La soledad es mala: uno se vuelve loco.

—A veces la soledad es bonita.

—No. Pinche silencio está culero. En la noche no hallas que hacer para que se oiga ruido. En todos pinches lados se escuchan cosas; no te dejan dormir. ¿Y si te mueres? Ahí, como un perro. Hasta que apestes te van a encontrar.

En el sufrimiento los hombres nos volvemos hermanos. Su soledad me traspasaba llevándome a la mía propia. Su miedo de aparecer muerto cualquier día, como un bulto que, no habiendo significado nada para nadie, apenas inspira a los demás algo distinto muerto que vivo. Ese miedo maldito de no ser y de llegar súbitamente a ser menos todavía. Ese miedo que me lleva cada noche a correr el pasador en todas las puertas de la casa, a despertar ante cualquier ruido, a dormir como escondido, a hacer de mi casa una madriguera.


Me pregunto: ¿La soledad trae al miedo, o es el miedo el que causa la soledad?





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