Por Azacán
Nuestra cultura cristiana tiende a separar lo
material de lo espiritual. Las religiones que se desprenden del
cristianismo, al mantener este dualismo, tienden a restar importancia
al aspecto material de la vida. Esto conlleva un empobrecimiento de
la vida interior de las personas que practican estas religiones: su
apego está dirigido a la parte menos tangible del mundo humano; su
espiritualidad se dirige a abstracciones, lo que contraviene nuestro
ser esencialmente material. La represión que esta negación de lo
material produce explica en parte la facilidad con que los
publicistas consiguen enamorar a los consumidores de las mercancías
que ofrecen (venden un prohibido goce en la corporeidad).
Por otro lado, vivimos en una sociedad que ha
abrazado la materialidad por la vía del consumo y que, dado el
ocultamiento en las mercancías de la vida humana que contienen,
niega la espiritualidad.
Pero la espiritualidad tiene una base
primordialmente material: la sociedad y el trabajo. No existe un
mundo de espiritualidad pura, un reino celestial con su Dios
rigiéndolo. Tenemos que vivir con esto: no hay espíritu sin cuerpo.
Del mismo modo, no hay cultura sin trabajo. Nuestro espíritu se crea
y nutre de la cultura y esta del trabajo. El trabajo es vida que se
autosustenta en su interacción con el mundo natural y el mundo
humano. El trabajo es una actividad profundamente espiritual: nos
conecta con la vida.
Una espiritualidad saludable debe recuperar el
aspecto social y, en este sentido, ser una espiritualidad
materialista. Las necesidades espirituales responden a la necesidad
del individuo de integrarse en un todo ¿Cómo fue posible que una
necesidad de este tipo llevara al individualismo, como ocurrió en
el cristianismo protestante?
Es un terrible error separar el aspecto material
de la necesidad espiritual. Lo material es omnipresente, es nuestra
conexión con el ser y, en este sentido, está cargado de misticismo.
Piénsese en el acto sencillo (y material) de comer un buen plato de
arroz y en cómo este acto nos conecta con el mundo y con la especie.
Para producir aquella ración de arroz se necesitó aproximadamente 1
metro cuadrado de tierra; generosamente esta tierra ofreció su
sustrato para prolongar por un día la vida de una persona en una
lejana ciudad; durante meses este pedacito de tierra, con la ayuda
del agua y del sol, sostuvo a las matas que transformaron la energía
del astro en carbohidratos asimilables para el ser humano. Durante
este mismo tiempo un grupo de trabajadores pusieron su esmero y,
literalmente, parte de sus propias vidas, en la producción de ese
puñado de granos. Igual que la planta de arroz es producto de una
larga historia evolutiva, el agricultor es producto de un prolongado
esfuerzo social que lo llevó a existir como tal trabajador. En la
producción de cada grano de arroz está empeñada la vida y la
muerte de cientos de generaciones de cereales y de seres humanos:
evolucionaron juntos en un proceso en parte natural y en parte
cultural para llegar a lo que tenemos hoy en nuestra mesa. A más de
esto, ese arroz fue envasado, transportado y distribuido por otros
miembros de la familia humana que igualmente empeñaron una porción
de su vida en ello. Este trabajo es, en sí mismo, una conexión
entre los representantes del género humano. Un plato de arroz en mi
mesa representa la evolución del universo, la tenacidad de un pueblo
que domestica un cereal, el trabajo de personas que entregan una
porción de vida (tiempo laborado) a cambio de otra porción de vida
que reciben como mercancías. El trabajo es cooperación a nivel de
la especie: casi nadie conoce al beneficiario final de su trabajo. La
cuestión es que esta porción de arroz, o de frijoles, o de
tortilla, es un producto de la vida, para mantener la vida, es una
manifestación del universo sosteniéndose a sí mismo en su elevada
condición de materia consciente y auto reflexiva; es una conexión
con el cosmos.
Esta conexión me compromete con la vida, con el
agricultor explotado. Este alimento cuesta vida y me obliga, entre
otras cosas, a pensar en los trabajadores de los que me nutro, en la
tierra de la que me nutro, en la cultura de la que dependo. Debo
luchar por erradicar un sistema económico que permite y promueve el
sacrificio de muchos por el lujo de unos pocos, porque este lujo es
derroche de vida que no genera vida, sino muerte. Debo agradecer a
mis hermanos por la vida que me entregan y valorarla en su justa
dimensión; entender que mi propia vida no me pertenece
exclusivamente a mi, porque nunca fui autosuficiente. Debo aprovechar
mi tiempo en aras de construir un mundo mejor. He de rebelarme contra
los distractores diseñados para que mi tiempo y mi vida se esfume en
la nada: los videojuegos, los vicios, la religión, el odio y el
entretenimiento hueco en general.
Entender la profunda interrelación humana que el
trabajo representa ha de conducirme a no desdeñar los frutos de la
cultura, sino a valorarla como el elevado fruto del trabajo que es; a
respetar al trabajador como tal y oponerme a toda visión
instrumental que someta la vida humana a mero medio cuando el fin no
sea el florecimiento de la vida: todo sacrificio en aras del lucro de
la burguesía debe ser considerado un delito contra la vida.
He de contribuir a que florezca la vida y no a que
perezca. La vida humana florece en el amor y en la cultura, en la
ciencia y en el arte, en la libertad y en la justicia. Todas estas
cosas unen a los miembros de la especie, dan alegría y sentido: son
productos espirituales.
Yo no elegí que otros murieran para mantener mi
vida, pero puedo elegir luchar para que mi vida y la de ellos tenga
más sentido: aprovechar mi tiempo, oponerme a la explotación. El
filántropo que no lucha contra la explotación humana es un
hipócrita, lo mismo que el ecologista que no se opone al
capitalismo.
Estimado amigo en este caminar: termino de aterrizar en tu blog. No es por devolver el cumplido, pero me parece interesante siempre encontrarme con personas como tú,que se ocupan de traer un poco más de luz a esta caverna platoniana. Te comentaré, compañero.
ResponderEliminarMuchas gracias compa, por preocuparte por la vida. Un abrazo desde el otro lado del Atlántico.
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