Por Azacán
Con
la conciencia vinieron, como cachorrillos juguetones, los Dioses.
Brotaban ahí donde se posara la curiosidad: en el arroyo, en el
árbol, en el volcán y en el rayo; entre las manadas y en las frías
montañas.
Las
Diosas, productivas, eran de ordinario generosas. Administraban la
vida. Los Dioses, agresivos, administraban la violencia y la muerte.
Mas ninguna de aquellas jóvenes deidades concibió la idea de
prescindir de las demás: aquellos eran dioses sociables.
De
risueños compañeros del misterio se trocaron en amos. Se
adjudicaron el poder de dar y de quitar, de castigar.
Establecieron
la verdad y el destino. No tuvo que pasar mucho tiempo para que uno
de entre ellos se alzara con el poder absoluto. Este fijó las
costumbres, las clases y los derechos; estableció todo criterio y
dio límite a la humana razón; administró el castigo y el perdón
y, embriagado del absoluto poder, proscribió todo culto que no se
dirigiera a su abstracta majestad.
Trocados,
los antaño curiosos hombres, en esclavos, a un solo amo servían;
uno sólo era dueño de la creación y de las almas. Señor del
temor, del progreso, de la redención.
Pero
todo déspota completo produce también sus detractores. La
curiosidad, cuando se acorrala, muta en rebeldía.
Aquel
Dios uno, único, total, enseñó a sus criaturas la lógica del
menos es más: un Dios es más que muchos. Consecuencia fatal:
ninguno, pues, es mejor que alguno.
Henos
aquí hoy. Aprendiendo a vivir sin Dios; tratando de revivir la
curiosidad; sin idea de cómo, de a dónde dirigir la voluntad.
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