Votar o no votar ¿Es ese el dilema?

 Por Azacán


Un rasgo típico del sentido común en que vivimos es que muchos problemas se nos presentan a modo de dicotomías. Votar o no votar; derecha o izquierda; votar por el partido o por la persona. Creo que, en el contexto actual, estas dicotomías son ideológicas; lo que se decida en torno a ellas no es relevante para la vida política del país. Más bien sirven para mantener a los ciudadanos dando vueltas en torno a cuestiones secundarias. 


¿Su voto hace alguna diferencia?

Es interesante preguntarse cómo se consigue arraigar en la sociedad una creencia ideológica. Y pocas creencias fraudulentas se encuentran tan arraigadas como aquellas que giran en torno al voto. 

¿Es un deber legítimo del ciudadano acudir a votar? ¿Es un auténtico derecho? ¿Existe una relación necesaria entre ejercer el voto y pertenecer a una sociedad democrática? La respuesta afirmativa a estas preguntas se da por descontada. Estas creencias, base del catecismo liberal, se encuentran tan arraigadas en la sociedad que prácticamente no se discute sobre ellas; se dan por verdades básicas. Lo mismo que la reducción “ciudadano responsable”= “ciudadano que vota”.

Me pregunto ¿Cómo se llega a la aceptación tan generalizada de una creencia tan controvertible?

Creer en la democracia liberal es como creer en Dios: es una creencia sin la que mucha gente no se podría pasar; igual que alguno necesita sentirse parte de un plan divino, otro necesita que se le valide como ciudadano responsable, necesita sentir que su voz es tomada en cuenta.  Tal vez estas necesidades responden a la búsqueda de integración propia del ser humano; el problema, en realidad, es su satisfacción fetichista. Ya por la adoración del ídolo en el primer caso, ya por la participación en el rito electoral en el segundo, se espera de una acción intrascendente un resultado relevante. Depositar un papel en una caja ¿sería un acto de participación política sin toda la parafernalia electoral, sin adoctrinamiento? 

Esta relación «voto-democracia» o «voto-ciudadanía responsable» a más que manifiesta claramente un fetichismo del poder (ejercicio de poder por medio de un ritual simbólico), muestra el arraigo que puede poseer una creencia ideológica, entendiendo por tal una creencia inducida para mantener la ilusión de consenso político y, con él, la estabilidad del sistema económico. 

“Si no votas, no te quejes” dirá el defensor de la ilusión electoral ¿Es en serio? ¿El ejercicio del voto faculta para ejercer la crítica? El supuesto aquí sería: fuiste responsable, puedes exigir responsabilidad. ¿El votar dota de alguna integridad, de alguna superioridad moral? ¿Exige acaso un esfuerzo digno de encomio? Por supuesto que no. De ninguna manera puede dar superioridad moral a alguien la participación en un engaño; y claro que no representa un esfuerzo sino más bien un dejarse guiar, una cómoda irresponsabilidad. Bien infantil ha de ser quien suponga que un acto de unos minutos, por más que esté santificado por la institución electoral, otorga calidad moral.

Se le da al voto el estatus de una manifestación real y efectiva de la voluntad individual. Así se logra que el votante, es decir, el consumidor pasivo de propaganda electoral, pueda vivir una simulación de autonomía, de ejercicio de la voluntad, de pensamiento: que se sienta libre. 


¿Se puede votar racionalmente? 

Los partidos políticos ni siquiera tienen una linea ideológica clara. En general, no ofrecen alternativas sino matices de lo mismo. “Comparar propuestas”, como dice la propaganda electoral, se reduce a consumir información hueca: iniciativas que no se pueden tomar en serio, promesas sin sustento, soluciones paliativas a problemas estructurales y, sobre todo, mentiras descaradas. ¿Se puede votar un proyecto de nación en las elecciones? Sólo se vota una administración del Estado que, si pretende hacer cambios radicales, será sustituida por una que dé marcha atrás en sólo seis años; el sistema está diseñado para impedir cambios al tiempo que se genera la ilusión del cambio. En el mejor de los casos, cuando no hay fraudes electorales, se conseguirá ir de un extremo a otro del espectro político: un viaje estéril entre los extremos del liberalismo económico. 



Votar como delegar

Sabido es que los gobiernos emanados de los comicios están supeditados al mandato de instancias superiores, intra o supranacionales; a poderes económicos. ¿Qué relevancia tiene votar por el ejecutor de la voluntad de un tercero? En el mejor de los casos se vota a quien tomará algunas decisiones secundarias, pero es poco realista esperar incluso este mediocre resultado. En general, las decisiones están ya tomadas y se nos permite, cuando se permite, elegir al ejecutor. En México tenemos un chiste para esto: “Echemos un volado para ver quién manda por los refrescos a Fulanito”. “Votemos para elegir al partido que legalizará la presencia del ejército en las calles”. 

¿Tiene algún sentido someter a votación popular cargos que se reducirán a la administración de algunos servicios públicos? ¿No sería más obvio que simplemente se oferten los cargos? Lo que genera nuestro sistema electoral actual es que no haya permanencia por mérito en la función pública y que los cargos se obtengan por mil circunstancias relacionadas con el ejercicio fraudulento del poder; lo último que se toma en cuenta es la eficacia. De aquí que tengamos un sector burocrático parasitario e incompetente. 

En realidad, la participación electoral tiende a alejar la solución de los problemas del horizonte de acción de las personas. Votar es delegar. Huelga decir que en  eso consiste el ideal de la democracia liberal: que otro se ocupe. La democracia liberal representativa no es democracia, sino servidumbre voluntaria. 


Votar es como comprar un producto milagro

Otro problema con la democracia liberal es que tiende a subordinarse a formas de control ideológico donde el mercado es la regla y el criterio: la política se convierte en venta de mercancías, en un espectáculo súper producido para vender una opción política. La política actualmente es espectáculo. Un drama que se desarrolla en los aparatos electrónicos. Yo puedo participar del drama mediante una acción simple, realizable, baladí. El éxito de la propaganda electoral consiste en reducir el horizonte de posibilidades en la mente del espectador. Reducir lo posible a las opciones ofrecidas por el sistema electoral. Todas estas  opciones son garantes de la continuidad del sistema. 

La siguiente afirmación en México es atemporal: “Los candidatos son unos imbéciles creados con mercadotecnia y realmente representan, básicamente, lo mismo”. Habría que matizar: este año son candidatas. 


¿Se decide algo?

Pero, si las decisiones, en general, ya están tomadas, ¿Qué se vota en realidad?

Se vota el modelo político en bloque. Cuando vota, está usted diciendo que avala la existencia de partidos políticos parásitos; que está de acuerdo en elegir de entre los candidatos que esos partidos parásitos presentan; que da su consentimiento para la existencia de un instituto electoral cuya función es producir propaganda para la democracia liberal y repartir dinero a los partidos políticos para que “promuevan la participación ciudadana”. Instituto que costará este año 22 mil 322 millones 879 mil 716 pesos, sin contar los 10 mil 444 millones para los partidos. Una obscenidad de gasto en propaganda y burócratas cretinos, por no hablar de los flamantes candidatos de partidos como MC, empeñados en frivolizar un panorama político ya de por sí devaluado. Alarmante resulta, en este contexto,  el hecho evidente de que el nivel de descomposición del sistema político-electoral ha llegado a tal extremo que ya es inviable para los partidos participar sin el respaldo económico y de seguridad del crimen organizado. 

Sí. Eso vota usted cuando vota. Por lo demás, quién obtenga los puestos, el poder y el jugoso salario, es irrelevante. El porcentaje de votación indica el éxito de la institución electoral, por eso su voto anulado es un jugoso regalo para el INE. Por eso el mantra “No importa por quién votes, pero vota” es una macabra invitación al sometimiento ideológico. “Aunque no puedes ganar, entra al juego, para que, una vez que hayas perdido, podamos decir que tú decidiste jugar”. 

Cuando votamos, asentimos a la permanencia de una institución garante de nuestra no representación y de nuestra participación ilusoria en política.  


¿Siempre es inútil votar?

Casi siempre. No afirmo que las elecciones sean de suyo siempre irrelevantes en la democracia liberal representativa; aunque me inclino a creer que sí. Digo que en nuestro contexto presente lo son, y ya desde hace décadas. 

¿En qué escenario no lo serían? En el improbable caso de que se presentara a las elecciones un partido político, o al menos un candidato, no alineado a los intereses del capital; una organización que presentara un programa de lucha claro y enfocado a la educación política del pueblo. Un programa de educación y de organización de masas y no las elucubraciones ridículas de lo que harían en el caso, más bien imposible, de llegar al poder por la vía electoral. Un plan de lucha sólido, un ideario socialista y un plan de gobierno abierto a las contribuciones de la sociedad organizada. 


Se elige un modelo político

En fin, que se vota el modelo; no a este o aquel candidato o partido. Por desgracia, de manera casi siempre inconsciente, el votante aprueba realmente el modelo, porque no es capaz de imaginar una forma distinta de organizar la sociedad. Por esta razón, como se decía en aquellos años de rebeldía marxista, “la verdadera lucha es por la imaginación”; es decir, por ampliar el horizonte de la sociedad. La batalla es, esencialmente, educativa. Por eso, insisto: qué ridículos son esos partidos comunistas cuyo programa, calcado del Manifiesto Comunista, se reduce a exponer lo que harán cuando lleguen al poder, sin abordar la cuestión central de nuestro tiempo: la lucha ideológica en un contexto de control casi total por los aparatos tecno-ideológicos de la burguesía. 


Votar por una iniciativa concreta

¿Vale la pena votar cuando existe una iniciativa importante de por medio, esgrimida sólo por uno de los partidos? Habría qué sopesar; aquí entra en juego un problema histórico de la izquierda: fortalecer el sistema a cambio de un beneficio inmediato o buscar siempre su destrucción. 

Este dilema nos lleva a otro:¿Tiene sentido intentar derribar un sistema para el cuál no se cuenta con ningún sustituto? Eso estaría más bien cerca del anarquismo. El infantilismo de izquierda es idealismo en este sentido: sólo tiene en cuenta el fin, pero no el proceso; no repara en condiciones de posibilidad, sólo en el fin abstracto. Pero, ¿Se puede ir desarrollando una opción socialista dentro de la política electoral? ¿Vale la pena integrarse al aparato ideológico electoral? ¿Será siempre tal opción una trampa? 

Si no partimos de las instituciones existentes, ¿De dónde partir? La clave ha sido siempre construir un nuevo orden cultivando nuevas instituciones que germinen en el viejo. De por sí, estas preguntas no tienen sentido si no se cuenta con una organización. Pensarlas en lo individual nos sume en la inacción, en la trampa de querer hacer política desde el aislamiento.

 ¿Qué forma de interacción tendrían estas nuevas instituciones en germen con las anteriores? En cualquier caso, lo relevante es la construcción de estas nuevas instituciones. Antes de crearlas, no tiene sentido la pregunta de cómo interactuar con las anteriores o qué partido tomar ante ellas, porque estas preguntas no tienen sentido desde lo individual; sólo desde lo colectivo. Por eso, votes o no votes, organízate. Hay preguntas que sólo pueden hacerse desde la colectividad. En síntesis, el individuo no puede responder con utilidad la cuestión de votar o no votar, porque la respuesta, desde el poder de un solo individuo, es tan irrelevante como su voto. 


Conclusión 

Entonces, si no voto ¿estoy votando en contra del modelo? No. La abstención no es así de relevante. Si vota, usted avala el sistema electoral, pero si no vota tampoco pasa nada. Sólo una abstención masiva organizada podría tener algún resultado. Tan vano es votar como no votar si tal acción no es producto de una decisión colectiva. En ninguno de los dos casos se expresa apriori, una conciencia política. Da tan igual que el único criterio válido para decidir si ir a votar o no, es el tiempo que perderá en trasladarse a la casilla y en la fila. 

Si no está de acuerdo con el modelo, lo único que procede es organizarse. Eso sí: sólo cuando por organizarse se entienda integrarse a una organización donde usted aprenda de política, historia, filosofía, economía, etc., donde trabaje de manera eficiente por un cambio social, por la educación política de cada vez más personas; donde pueda expresarse y participar en espacios realmente democráticos. La democracia está en el diálogo, el compromiso, la cooperación, el compartir ideales y luchas; no en depositar un papelito en una caja dentro de un proceso que cuesta a los trabajadores miles de millones de pesos al año. 

La verdadera política cuesta poco dinero y fomenta un gran crecimiento intelectual y moral. La falsa política cuesta sumas estratosféricas y fomenta la indiferencia, la corrupción de las instituciones y la degradación de la sociedad. 

No es fácil hacer política de verdad. Pero en estos tiempos de capitalismo salvaje donde la vida pareciera perder su brillo, su sentido, vale la pena organizarse. Harto sabor se le saca a la existencia cultivando el conocimiento, la lucha política al lado de gente honesta, el diálogo profundo y la amistad. 

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