La parrillada de Sartre



Por Azacán


Es la fiesta de cumpleaños de uno de tus amigos y entre todos han decidido comer una carne asada. Hambriento, como sueles encontrarte, merodeas cerca de la fuente de aquel delicioso aroma a grasa quemada en el carbón; olor predilecto de los dioses antiguos. Te asomas al asador y contemplas ese enorme trozo de carne semi cruda, como la verdad. Sabes que si consigues deglutirlo quedarás ante el parrillero como una auténtico macho lomo plateado. Te das ánimos. Encomendándote a san Diógenes, quien muriera intentando una proeza similar, pides al parrillero ese pedazo de carne nervuda y mal cocida. -¡Está cruda!- señala como una obviedad. -No tanto hombre; me muero de hambre- contestas. La suerte está echada. Tomas el manojo de nervios sangrantes y comienzas a tragar. Tragas, porque tus civilizados dientes son incapaces de cortar ese sangriento trozo de dolorosa verdad. Pasas un bocado que sigue indisolublemente unido al posterior. Lo sientes transitar por tu tensa garganta y detenerse a la espera de que reúnas la saliva suficiente para deslizar el siguiente tramo. A la mitad del corte comprendes que no lo vas a lograr; que esa madre es intragable. Reúnes el poco valor que te queda y con una mano tiras de la carne hacia afuera de tus entrañas. La salida es aún más dolorosa que la la entrada; el primer bocado, y último en salir, viene chorreando algunas gotas de tus jugos gástricos; el olorsillo que desprende te invita a vomitar. Como en el libro que comentaremos, la náusea se halla presente en ti. Las risotadas de tus amigos, solidarias, no te permiten caer en patéticas reflexiones sobre el resultado de tu experimento y te vuelven de golpe al mundo. Regresas humillado y dolorido; las miradas te desnudan cuando un héroe aparece de improviso: es el perro de la casa. Siempre más osado y, sobre todo, más hambriento que tú, sin querer, minimiza tu fallida hazaña. Devora de tres certeras dentelladas aquel trozo de nervios cubierto ahora, además de tus jugos gástricos, de tierra. Sin apenas darse cuenta pisotea lo que restaba en ti de animalidad y aún de hombría.
Hay verdades que, al igual que un trozo de carne mal cocida, no son para cualquiera. La superflua vacuidad de la existencia humana es, sin duda, un bocado duro de tragar.
La nausea es un libro que, como en el cuento anterior, a la mitad de la lectura uno siente el deseo de sacarse del cuerpo lo que ya ha entrado y no pensar más en ello. No es alimento para espíritus demasiado civilizados.
Así es la soledad inherente a la conciencia. Una soledad fría, como el callejón sombrío y apartado de una anquilosada ciudad. Soledad helada, que traspasa el corazón como una bala. Percatarse de que la existencia es tan ineludible como la soledad en la que se descubre. Esa soledad que es vacío, que es ignorancia e indiferencia del otro; ensimismamiento producido, saberse humano como un saber de la nada acerca del todo que, en el hecho de saberlo, la incorpora de bulto, sin tiento. Conciencia de ser el todo sin tener nada: soledad.
La conciencia del vacío es un trozo nervudo de carne medio cruda hecha sólo para el paladar de perros hambrientos. Ver la vacuidad humana a los ojos, en los ojos de J. P. Sartre, es un hueso duro de roer.

Un bocado, por otro lado, deleitable, para el kinikos de lomo erizado.

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