Por Azacán
Es la fiesta de cumpleaños de uno de
tus amigos y entre todos han decidido comer una carne asada.
Hambriento, como sueles encontrarte, merodeas cerca de la fuente de
aquel delicioso aroma a grasa quemada en el carbón; olor predilecto
de los dioses antiguos. Te asomas al asador y contemplas ese enorme
trozo de carne semi cruda, como la verdad. Sabes que si consigues
deglutirlo quedarás ante el parrillero como una auténtico macho
lomo plateado. Te das ánimos. Encomendándote a san Diógenes, quien
muriera intentando una proeza similar, pides al parrillero ese pedazo
de carne nervuda y mal cocida. -¡Está
cruda!- señala como una obviedad. -No tanto hombre; me muero
de hambre- contestas. La suerte está echada. Tomas el manojo de
nervios sangrantes y comienzas a tragar. Tragas, porque tus
civilizados dientes son incapaces de cortar ese sangriento trozo de
dolorosa verdad. Pasas un bocado que sigue indisolublemente unido al
posterior. Lo sientes transitar por tu tensa garganta y detenerse a
la espera de que reúnas la saliva suficiente para deslizar el
siguiente tramo. A la mitad del corte comprendes que no lo vas a
lograr; que esa madre es intragable. Reúnes el poco valor que te
queda y con una mano tiras de la carne hacia afuera de tus entrañas.
La salida es aún más dolorosa que la la entrada; el primer bocado,
y último en salir, viene chorreando algunas gotas de tus jugos
gástricos; el olorsillo que desprende te invita a vomitar. Como en
el libro que comentaremos, la náusea se halla presente en ti. Las
risotadas de tus amigos, solidarias, no te permiten caer en patéticas
reflexiones sobre el resultado de tu experimento y te vuelven de
golpe al mundo. Regresas humillado y dolorido; las miradas te
desnudan cuando un héroe aparece de improviso: es el perro de la
casa. Siempre más osado y, sobre todo, más hambriento que tú, sin
querer, minimiza tu fallida hazaña. Devora de tres certeras
dentelladas aquel trozo de nervios cubierto ahora, además de tus
jugos gástricos, de tierra. Sin apenas darse cuenta pisotea lo que
restaba en ti de animalidad y aún de hombría.
Hay verdades que, al igual que un
trozo de carne mal cocida, no son para cualquiera. La superflua
vacuidad de la existencia humana es, sin duda, un bocado duro de
tragar.
La nausea es un libro que, como
en el cuento anterior, a la mitad de la lectura uno siente el deseo
de sacarse del cuerpo lo que ya ha entrado y no pensar más en ello.
No es alimento para espíritus demasiado civilizados.
Así es la soledad inherente a la
conciencia. Una soledad fría, como el callejón sombrío y apartado
de una anquilosada ciudad. Soledad helada, que traspasa el corazón
como una bala. Percatarse de que la existencia es tan ineludible como
la soledad en la que se descubre. Esa soledad que es vacío, que es
ignorancia e indiferencia del otro; ensimismamiento producido,
saberse humano como un saber de la nada acerca del todo que, en el
hecho de saberlo, la incorpora de bulto, sin tiento. Conciencia de
ser el todo sin tener nada: soledad.
La conciencia del vacío es un trozo
nervudo de carne medio cruda hecha sólo para el paladar de perros
hambrientos. Ver la vacuidad humana a los ojos, en los ojos de J. P.
Sartre, es un hueso duro de roer.
Un bocado, por otro lado, deleitable,
para el kinikos de lomo erizado.
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